Lo que no se nombra no desaparece: se siembra, se riega, se comparte.
Por: Patricia Vicens*
Aprendí en el jardín: con sus manos, su silencio, sus frijoles. (Papá y mamá, 2025). Foto: Patricia Vicens.
Mi padre no sabe lo que es un influencer, pero conoce cuándo sembrar milpa mirando las nubes. Mi madre nunca leyó un libro de física, pero sabe cuánto carbón se necesita para hervir agua sin desperdiciar. Él escucha al viento; ella, al hervor de la olla. Juntos, sin decirlo, me enseñaron que la vida no se mide en posesiones, sino en atención.
Crecí entre surcos, gallinas y días que comenzaban con el canto del gallo y el aroma de leche con café recién colada. En casa no había mucho, pero nunca faltaba nada. Si algo se rompía, se reparaba. Si alguien necesitaba, se compartía. Mi madre, con sus manos agrietadas y su voz suave, repartía tortillas como quien reparte cariño: sin preguntar, sin esperar nada a cambio. El tiempo no se medía en horas, sino en ciclos: siembra, lluvia, cosecha, sequía… y en las comidas que reunían a todos bajo un mismo techo.
Mis papás, juntos, me enseñaron a cultivar árboles frutales, flores, verduras y vegetales en el jardín. No buscaban un espacio diseñado para impresionar ni una estética perfecta. Lo que importaba era que todo creciera con vida. Cada día había colibríes zumbando entre los manzanos, abejas polinizando los chiles, mariposas posándose en las hojas de la granada. A mi mamá le encantan las aves; mi papá, nunca quiso verlas enjauladas, pero le encantaba escucharla cantar con ellas. El jardín era su respuesta perfecta: un lugar donde la vida se manifestaba en movimiento, en color, en sonido. Y la comida, cuando venía del jardín o del corral, sabía distinto: más rica, más viva.
Papá no habla de “huella ecológica”, pero sabe que no se puede sacar más de la tierra de lo que ella da. Mi mamá no usa tecnicismos, pero me enseñó que hasta el agua de fregar los calcetines más tierrosos puede regar flores y verduras. Su forma de vivir no es ideología; es respeto, necesidad, humildad y una sencillez que no pide disculpas.
Al salir a estudiar la preparatoria en la ciudad, descubrí un mundo donde todo se vende, se etiqueta y se consume. Donde la identidad se construye con marcas y seguidores. Al principio, me sentí desubicada. ¿Por qué cinco pares de tenis si solo usas uno? ¿Por qué valorar más lo rápido que lo hecho con tiempo y cariño? Con el tiempo, me adapté me envolví en ese ritmo, pero algo en mí nunca dejó de sentir agrado por el canto del gallo, el olor a tierra mojada, las pláticas sin prisa.
Mi vida tomo giros inesperados, llegué al otro extremo del país, persiguiendo el sueño de estudiar Ciencias Ambientales en la UNAM y pronto encontré palabras para lo que ya sentía: “mutualismos”, “saberes locales”, “buen vivir”, “resiliencia comunitaria”. Me emocionó saber que lo que mis padres viven no es “atraso”, sino una propuesta válida, profunda y urgente
Al mismo tiempo, al conocer la magnitud de la crisis ambiental, social, política y económica global, sentí miedo. ¿Qué está pasando? ¿Es inevitable la catástrofe? El desánimo ocupó un lugar en mí durante algún tiempo. Pero, poco a poco, también descubrí que existen alternativas.
Cada materia tiene algo interesante, pero en este quinto semestre, en Antropología Ecológica, leí textos diversos en distintos tonos y formatos que resonaron profundamente conmigo. Al leer La primavera silenciosa, de Rachel Carson, reconocí el temor de mi padre ante los pesticidas: “Eso mata más que las plagas”. En los trabajos etnográficos de Harris y Toledo leí sobre comunidades que, frente a la limitación de recursos, no responden con acumulación, sino con redistribución; no con dominio, sino con diálogo con el entorno. Allí vi reflejada la forma en que mis padres usaban el agua de lavar la ropa para regar, o cómo nunca se tiraba nada sin antes preguntarse si aún servía para algo o para alguien.
Y Guadalupe Nettel, en El matrimonio de los peces rojos, me recordó que lo más profundo a menudo se dice en silencio, en lo cotidiano, en los gestos pequeños: como los de mi madre al guardar las semillas de maíz para el próximo ciclo. Esos gestos no son meros actos prácticos; son actos políticos, formas de tejido entre lo vivo y lo no vivo, entre el tiempo humano y el tiempo de la tierra. En ellos hay una ética: la de no tomar más de lo necesario, la de devolver lo que se puede, la de escuchar antes de intervenir.
Hoy entiendo que lo que mis padres practican no es solo tradición, sino una forma de vida que florece en las grietas del mundo roto. Como las setas Matsutake que menciona Anna Tsing que nacen en bosques degradados, su sabiduría no espera a que todo esté bien para existir. Simplemente está, y en eso, hay esperanza. Mis padres no tienen redes sociales, pero sus vidas son una declaración.
Soy una estudiante foránea, y quizás un poco melancólica. Los semestres pasados extrañé mucho mi pueblo, mi casa, las pláticas con mis papás, mis hermanos, mis sobrinos, mi familia. Siempre anhele tener mi espacio y escribir mi propia historia, pero durante mi estancia aquí solo esperaba el fin de semestre para regresar a los brazos de mi hogar. Creo que fueron esas lecturas las de Carson, las etnografías de Harris y Toledo, de Nettel, de Tsing y muchas otras, las que me hicieron sentir más cerca de casa, incluso en la distancia. Me dieron lenguaje para nombrar lo que ya sabía en el cuerpo.
Actualmente, frente al colapso ecológico, elegir lo simple ya no es solo una opción personal: es un acto político. No se trata de idealizar la pobreza, porque este texto no habla de pobreza, sino de preguntarnos: ¿qué necesitamos de verdad? ¿Qué heredamos que vale la pena cuidar?
Necesitamos raíces profundas tejidas con tierra, fuego, amor y maíz compartido que nos sostengan cuando lo superficial se desmorone.
*Patricia Vicens Márquez es alumna de la Licenciatura en Ciencias Ambientales de la ENES Mérida.
Increible lectura
Un enfoque de lo que se esta perdiendo la “calidad de la vida y no la cantidad”.