Ecocuentos: segundo cuento

Ecocuentos: segundo cuento

21 diciembre, 2024 0
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Por: Sebastián Medina Reyes*

Es común que las sensaciones que las cuevas nos provocan estén asociadas a lo incómodo y desagradable. La falta de luz solar, la humedad, los estrechos corredores y galerías así como el aparente silencio que en ellas dominan favorecen una percepción desfavorable que no atrae a la mayoría del público a hablar de ellas como se habla de los frondosos bosques o las cinemáticas playas. No obstante, creo que ellas también merecen nuestro amor, pues en ellas yacen dotes confeccionados de misterio, entusiasmo y maravillas.

Me han dicho que somos seres visuales y eso se corrobora de alguna forma cuando se ingresa a lo profundo de una cueva. A menos que se posea un oído agudo, lo cierto es que la reacción de nuestra carne ante cualquier estímulo externo se ve gravemente limitada por la falta de percepción visual, de manera que daría lo mismo si los párpados permanecieran cerrados. Al adentrarse en las entrañas del mundo, uno se desampara de su aliado más constante y lleva a cuestas los pensamientos que la gente esparce sobre esos sitios: que si allí abajo hay monstruos, que si son lugares turbios, que si quien entra sale o por infortunio nunca sube y un largo etcétera. Apartándonos de lo que se habla, lo cierto es que la luz no llega allí como lo hace en la superficie, así que la única manera de ver tus pasos aparece con la luz artificial. Y, vaya que con ella logras ver un mundo completamente distinto.

Hay muchas cuevas y caminos subterráneos en nuestro planeta, pero este cuento está situado en Yucatán: una tierra mágica que se extiende incluso por debajo del venado y del faisán. Uno de los atractivos más bonitos e importantes del estado recae en su acuífero subterráneo: sistemas de cuevas inundadas e interconectadas entre sí gracias a las características de su suelo, a su conexión tanto con la superficie como con el mar y a una historia geológica oscilante y fascinante. Este acuífero se extiende por kilómetros inundados y ,curiosamente, sustenta la vida de numerosas especies. Puede que las cuevas, las cavernas e incluso los cenotes den un poco de miedo, pero tal vez con este cuento se exprese un poco de lo positivo que puedo pensar de estos espacios.

Amor subterráneo

Yacía allí la pequeña y flaca estalactita; inmóvil, paciente y en crecimiento. El nivel del agua había decaído a varios metros por debajo de ella ya hace miles de años, de manera que la roca caliza que debajo había estaba desprovista de su gruesa cobija de agua. La estalactita no conocía nada ni sabía nada, sólo sentía el constante roce de las gotas de agua provenientes de varios metros arriba y escuchaba su rompimiento sobre el suelo varios metros abajo. Fue ella, el agua, que medió la precipitación del carbonato cálcico, del cual está hecho el cuerpo de la estalactita. Qué amables las gotas, cada una llevando un regalo químico antes de desaparecer en la oscuridad imperante y despidiéndose con el estruendo de su impacto en un suelo invisible.

Cada uno de estos aportes favorecía el ensanchamiento y elongación de la estalactita, mas todo ocurría sin que nadie de la superficie supiera, oculto de los animales de arriba y en un silencio únicamente roto por el impacto contra la roca de numerosas gotas de agua. Había más estalactitas, pero no hablaban entre ellas, no se veían entre ellas, sólo crecían y oían. 

Pasaron cientos, miles de años, y la estalactita era ya como una maciza rama que veía hacia abajo. Medía cerca de tres metros; en ella permanecía el constante y diminuto riego y de ella brotaba el incesante goteo. Las estructuras vecinas eran largas también, diferentes en tamaños y grosores, mientras que  algunas otras apenas comenzaban a emerger. Ninguna estalactita se aburría, estaban acostumbradas al silencio, pero éste jamás se volvió sofocante. De hecho, el sonido de ese sitio era una gran sinfonía que sólo crecía y crecía conforme más agua disolvía el poroso techo de la cueva. La gran oquedad de la cueva intensificaba el sonido y le donaba eco a cada nota, permitiéndole así resonar entre las galerías. Entre más agua entraba, más estalactitas se formaban y cada una era un monumento a la invasión del agua en lo profundo de la Tierra.

Pero, un día pasó algo extraño. La estalactita sintió algo justo por debajo de ella: una gota de agua disparada en dirección opuesta a aquella de la que su punta se desprendía. Fue la primera vez que se sorprendió así como el primer momento en que dejó de prestar atención a la lluvia interna de la cueva para percatarse de que esa sensación ya era algo constante. ¿Qué estaba pasando? Nada de eso había sucedido durante miles de años. La estalactita, por primera vez, estaba ansiosa y encerrada en un concierto de suposiciones tan constante como el goteo que la atravesaba y la rodeaba. Así siguió hasta que un día simplemente aceptó esa condición sin preguntarse más y regresó a prestar atención al “silencio”. Pero de pronto, ¡algo nuevo!

Ya no había gota rebelde que la tocase de abajo hacia arriba, pero sí la presencia de otro espeleotema producto del tiempo y del goteo de la estalactita: una estalagmita justo por debajo de ella. El agua y los elementos que en ella había o rompía no sólo le habían regalado a la estalactita su fornido cuerpo, sino que también le regalaron una hermana, que, en dirección opuesta, ascendía y ascendía y ascendía hasta que se unió con la estalactita y se hicieron una sola columna. En ese momento, ya no hubo más goteo en ese específico punto de la cueva y las demás notaron esa ausencia. Ahora sí se había apaciguado una gota de la gran sinfonía y el agua, de ese momento en adelante y en lugar de romperse por la caída, recorrería el cuerpo de la unión de la estalactita y la estalagmita, fortificándolo y engrandeciendo su unión con más materia.

Felices de haber sido unidas por la naturaleza de algo que desconocen, ambos cuerpos se aceptaron y se amaron. De ahora en adelante, disfrutarían del concierto del que en algún momento fueron atrilistas como una sola unidad. La estalactita y la estalagmita desaparecieron cuando se unieron, pero generaron una gloriosa columna que marcó el inicio de un millar de uniones más en los próximos milenios. 

Quien sabe, tal vez hay más amor en una cueva de lo que nos podemos imaginar.


* Sebastián Medina Reyes es estudiante de la licenciatura en Ecología en la ENES Mérida.